En una ocasión, Luven apareció ante mis ojos a base de visiones y me torturó durante semanas hasta que conté sus atrocidades al mundo. Al parecer no es la única de mis anteriores personalidades que se siente arrepentida de sus acciones. Anteayer escuché una historia en duerme-vela, acompañada por violines. Aquella que la contaba no era otra que Aretusa, aquella que me había guiado a través del laberinto de setos. No le di importancia la primera vez, de hecho ni siquiera la entendí por completo, pero ayer volvió a suceder. Me gustaría volverla a escuchar mañana, sí, la melodía que entonan las cuerdas de los violines mientras ella habla es tan triste... Tan melancólica... Tan hermosa...
De todas formas ÉL merece descansar ¿o renacer tal vez en alguna parte de mi interior? Su nombre era Schwarherz. Seguramente no el nombre que sus padres le habían puesto ni por el que lo conocían sus contemporáneos. Pero sí el nombre por el que se le conocía en el plano espiritual: Corazón oscuro.
Todos los archivos de su existencia desaparecieron así que fue a parar al Cementerio. Es difícil explicar esto, él soy yo, sí, y su alma es la misma que la mía, sin embargo su existencia se desdobló de ella y se puso una túnica negra. Sí, fue olvidado. Sus escritos fueron quemados junto a él en la hoguera. ¿Fue bueno? ¿Fue malo? Eso es relativo. Podemos decir que fue una persona con pasiones humanas o un monstruo frío y calculador, tal y como dijo Aretusa, ese juicio hemos de hacerlo yo y todos vosotros.
Schwarherz nació fruto de un gran akelarre dedicado a una antigua deidad del mal. Su madre siempre le había descrito su engendramiento como una escena en la que ella y otras siete brujas se habían sentado en círculo alrededor de una hoguera y después de haberse pasado una bebida con un color rojizo unas a otras habían abierto los ojos y el fuego había cobrado forma humana, la había señalado y hablado “Tú, de ti saldrá mi hijo”. Todo se volvió borroso y todo lo que recordaba a partir de ese momento era una sensación de calor invadiendo todo su cuerpo. Fue educado toda su infancia en ese ambiente. Su vida no salía de aquel círculo. Entre los brujos de su generación encontró el amor, la amistad, las ilusiones y todo lo que podía necesitar para sentirse completo.
Un día se declaró una caza de sangre hacia su culto. La Inquisición los culpaba de múltiples asesinatos no cometidos y otros delitos contra la humanidad. Y tan solo él consiguió escapar de las garras de la iglesia. Tras la muere de su amada, degollada mientras recogía agua del río, juró venganza y huyó lo más lejos que pudo. Se aisló en lo alto de una montaña y allí, a base de magia y utilizando la cólera y el resentimiento como fuente de poder, creó un ilusorio castillo, en el que las almas de sus amigos se sentaban a conversar con él y las de sus enemigos le limpiaban los zapatos. Recluido de forma voluntaria meditó en compañía de todos los fantasmas de su pasado, creció para sí y se hizo más fuerte. Y poco a poco, aquel castillo que solo era visible para él en principio, empezó a cobrar consistencia.
Tras dos lustros, la Inquisición decidió que el culto estaba totalmente exterminado. Pero no era así. A causa de las ansias de venganza de Schwarherz había renacido, más diabólico y malévolo que antes... Si los asesinatos que se le atribuían diez años atrás eran pura palabrería ahora serían por primera vez del todo reales. Cada vez se le veía más por la ciudad. Su pelo y su barba no habían sido cortados en los diez años que había permanecido aislado y siempre llevaba consigo su capa y su sombrero de ala ancha, con una enorme pluma negra manchada de sangre. Sus crímenes eran sofisticados y sinuosos. Seducía a sus víctimas ya fuera con bebida o con palabras y los llevaba a su castillo. Una vez entraban allí no tenían escapatoria. Niños, ancianos, hombres, mujeres... Le daba igual con quién llevar a cabo su venganza. Eso sí, todos habían de cumplir una condición: Ser cristianos.
No seguía nunca un método fijo para terminar con la vida de sus víctimas, no obstante tenía sus preferencias. Cuando eran mujeres tomaba la apariencia de un joven caballero rubio y de ojos azules, las llevaba al lecho y en pleno coito las hacía desangrarse a base de pequeños cortes con su daga, con tal discreción que en pleno éxtasis morían sin siquiera entender por qué. No tenía escrúpulos para arrancar de cuajo el corazón de los niños y comérselo como si del más exquisito plato se tratase, acompañado por su sangre en vez de vino. Cuando se trataba de gente anciana y sabia prefería desatar todos los cabos que habían ido uniendo con la experiencia adquirida a través de los años y dejar su mundo convertido en un montón de cuerdas desparramadas por el suelo hasta que éstos le suplicaban que les ofreciese la opción del suicidio. A los caballeros jóvenes los enfrentaba con cánticos de sirena y fuegos fatuos y los enfrentaba unos con otros hasta que todos acababan ensartadas por las espadas de sus amigos. Fuera como fuere, la forma en la que llevaba a cabo su venganza dolía más que ninguna de las torturas de la Inquisición.
Cada vez este modo de vida que llevaba requería más y más víctimas y llegó un momento en el que la ciudad decidió tomar cartas en el asunto. Una noche despertó y vio desde su ventana a cientos de personas que golpeaban su puerta. Bajó la sinuosa escalera de caracol que separaba su habitación del recibidor y abrió la puerta.
- Llevaba meses esperándoos.
No dijo nada más. Salió del castillo sin ser agredido por nadie. Algunos lo siguieron, otros se dedicaron a saquear el lugar. Cuando él se hubo alejado más de treinta metros la magia que mantenía en pié su hogar se desvaneció, y con ella todo y todos los que se hallaban dentro. El resto de la gente que lo seguía lo escoltó hasta la ciudad, deseosos de matarlo pero refrenados por una razón que desconocían.
Al día siguiente ardía en la plaza junto con todas las cosas lo que llevaba encima (en su mayoría pergaminos con sus ideas y conjuros). Sus últimas palabras fueron “Gwendollen, muero en manos de los mismos asesinos que tú. Sé que tú no querías que me vengase, pero tenía que hacerlo. Ahora la maldición recae sobre aquellos que queman mi cuerpo. Vuelvo a tu lado”. Agachó la cabeza con una sonrisa en el rostro y dejó que las llamas lamiesen su piel durante horas, sin sentir el más mínimo dolor. Y al final, como todos, se convirtió en una pila de cenizas esparcidas por el viento.
Hace tiempo hablé con él y recuperé el poder que antaño había tenido. Ahora espero saber controlarlo. Gracias Aretusa, por favor, vuelve a visitarme otra noche.
1/08/2007
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